Un ciudadano canadiense nacido en Marruecos, Saad Allami, ejecutivo
comercial en una empresa de telecomunicaciones, envia un mensaje de
texto a sus compañeros cuando iban a una exposición comercial en Nueva
York animándoles a “blow away the competition”, a “reventar a
la competencia”.
Una frase de ánimo completamente inocente, destinada a dar confianza a su equipo. En cuestión de horas, la policía lo detiene cuando se dispone a recoger a su hijo de siete años en el colegio, mientras un equipo antiterrorista irrumpe en su casa y la registra de arriba a abajo mientras aseguran a su mujer que su marido lleva en realidad una doble vida y es un peligroso terrorista, y sus compañeros son detenidos durante varias horas en la frontera (“Muslim man: My workplace quip made me a terror suspect“, Yahoo! News Canada).
Dos turistas británicos bromean con sus próximas vacaciones en Los Angeles: Leigh van Bryan, dueño de un bar en Coventry, comenta inocentemente a través de Twitter a su amiga Emily Banting que cuando llegue va a “desenterrar a Marilyn Monroe” y a “destruir América“, refiriéndose obviamente a la gran juerga que estaba planeando. Al llegar al aeropuerto de Los Angeles, ambos son detenidos, interrogados durante cinco horas mientras sus equipajes son registrados en busca de armas y de herramientas como picos o palas. Sus pasaportes son confiscados y se les traslada a un centro de detención con inmigrantes ilegales en el que pasan doce horas en celdas separadas, para posteriormente ser llevados de nuevo al aeropuerto y embarcados en un vuelo con destino a París (“UK Twitter jokers fall afoul of US anti-terror paranoia“, The Inquirer).
Son solo dos casos recientes. Dos casos de muchos más que no obtienen publicidad. Al paso que va esto, dos casos de cada día más. ¿Queremos realmente vivir en una sociedad en la que las autoridades monitorizan las comunicaciones de ciudadanos de todo tipo o en función de determinadas características de sus perfiles para, en función de absurdos criterios burocráticos y carentes del más mínimo sentido común, detenerlos cuando pretenden hacer su vida normal? ¿De verdad creemos que este tipo de cuestiones sirven para detener los casos de terrorismo, que obviamente están ya completamente al cabo de la calle y utilizan ya métodos mucho más sofisticados y difíciles de monitorizar para sus comunicaciones? ¿Te gusta vivir en un mundo en el que tus mensajes de correo electrónico, tus SMS, tus comunicaciones en WhatsApp o tus comentarios en páginas de internet son recolectados y analizados por las autoridades para obtener tu perfil de riesgo y detenerte en cuanto abandonas tu rutina habitual? ¿De qué sirve que definamos el secreto de las comunicaciones como un derecho fundamental, si vamos a ser permanentemente monitorizados con la excusa de un supuesto estado de excepción permanente?
No, internet no es eso. Nunca se pensó para que fuese eso, nunca debió evolucionar así, y tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para que se convierta en eso. En un vehículo para el desarrollo de una sociedad digna de la descriptiva de George Orwell o Philip K. Dick, un entorno de vigilancia y sospecha permanente, de omnipresente “ojo que todo lo ve” que planea sobre todo lo que decimos y hacemos, sobre lo que somos, juzgándolo en función de la ortodoxia, los convencionalismos o los sesgos de la autoridad competente. Realmente, los imbéciles que originaron las órdenes de detención en estos casos creían estar “haciendo un servicio a su país” o “defendiéndolo de terribles amenazas”. Por detener a un pacífico ejecutivo que motivaba a su equipo de ventas y a dos jóvenes que planeaban una juerga en Los Angeles.
No, la solución no es “ser bueno y además, parecerlo”. La puritana actitud de “no tengo nada que ocultar y por tanto no me importa que me vigilen si gracias a ello capturan a los malos” solo va a empeorar las cosas. Un sistema que posibilita algo así no debe ser “perfeccionado”. Debe ser desmantelado. Debe evitarse su uso, sabotearse su funcionamiento, destruirse sus principios. Debemos apartar de los centros de toma de decisiones a los partidarios de sistemas así. No, gracias, no nos protejáis tanto.
Nuestra defensa ante unos posibles ataques terroristas está consistiendo en obligarnos a vivir en un estado de vigilancia permanente por si somos terroristas, mientras los verdaderos terroristas recurren a otros métodos de comunicación insensibles a dicha vigilancia. Con este tipo de métodos solo es posible capturar a los terroristas más tontos, a los más ignorantes, a los más incapaces. Las verdaderas amenazas siguen ahí fuera, mientras los intentos de protección desencadenan un modelo de sociedad en el que ninguno queremos vivir, pero que determinados poderes políticos, ávidos de más control, parecen disfrutar.
Literalmente, un mundo de mierda. Tenemos que parar esto.
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