Publicado el 25 agosto, 2011 por nosinmibici
Hace dos días se produjo en el parlamento el anuncio de lo que puede 
ser un verdadero atentado contra la soberanía económica de España: el 
Presidente, sin ni siquiera haberlo discutido con su propio partido, 
propone una reforma por vía de urgencia de la constitución para fijar un
 límite al déficit y al gasto público, un hecho de especial 
trascendencia para la vida económica del país que no se someterá 
a referéndum, aceptando una propuesta de la oposición que tiempo antes 
se había menospreciado y a poco más de dos meses vista de las elecciones
 generales. Con la sospecha, más que fundada, de que se actúa bajo 
mandato directo del Banco Central Europeo y las presiones de Alemania.
Después de 30 años sin atender a justas y necesarias demandas de 
reforma constitucional (ley electoral, posibilidad de referéndum 
vinculante, elección de cargos del poder judicial, reforma del senado, 
etc) resulta que un Presidente al que le quedan dos telediarios quiere 
reformar la constitución por presiones de poderes económicos exteriores.
La reforma consiste en limitar de forma estricta mediante mandato 
constitucional el déficit y el gasto público. Esto de limitar el 
déficit, en principio, está muy bien, y si nunca fuera necesario pues 
mucho mejor. Pero el déficit no es más que una diferencia negativa de 
los ingresos respecto a los gastos. Resulta que en todos estos años de 
crisis no sólo no hemos visto ni una sola medida seria para reducirlo 
aumentando los ingresos (fiscalizar las grandes fortunas -como se hará 
en Francia, hasta algunos grandes empresarios lo han pedido 
voluntariamente-, luchar a fondo contra el fraude fiscal y la sangrante 
evasión de divisas a los paraísos fiscales, plantear un 
debate acuciante sobre la tasación de las transacciones financieras…) y 
ahora nos salen con que van imponer constitucionalmente un límite 
estricto y sin precedentes al gasto público.
Esto, como cualquiera puede imaginar, supone un aval constitucional a
 decisiones que impliquen disminución de la inversión pública, recortes 
del gasto social, recortes salariales de los funcionarios, políticas 
de privatización de bienes y servicios públicos y limitación de 
políticas de reactivación económica mediante el gasto público que 
aumenten de forma razonable el déficit.
Por otra parte, no hace falta ser catedrático de economía para saber 
que esta magnitud es una medida que por si sola no dice gran cosa, y que
 incurrir en él (al igual que cuando nos endeudamos al pedir un crédito)
 no tiene por que ser siempre negativo. Sin embargo, si puede ser 
necesario y fundamental para la política económica de un país en 
determinadas coyunturas. Por otro lado, es particularmente curioso y 
grave que esta decisión se tome en un país que no tiene una excesiva 
deuda pública, sino una gran deuda privada que puede aumentar si 
perdemos servicios y bienes públicos en el futuro a causa de este 
cerrojazo.
Observa la ministra Salgado que es una medida acertada porque genera 
confianza en los mercados… pero ¿qué coño les importará a los buitres 
que especulan día a día una reforma que entrará en vigor entre 2018 y 
2020?
En fin, así es el Presidente del talante, que será talante de 
cualquier cosa menos democrático. Porque cuando se toma una decisión 
unilateral que afecta directa y sustancialmente a nuestra soberanía 
económica, nada menos que reformando la constitución, sin consultar al 
pueblo y cediendo ante las presiones de la Europa 
más conservadora, entonces se puede afirmar que, como siempre digo, lo 
que tenemos no es una democracia, sino una plutocracia de libro. Y 
todavía recuerdo aquél «no os decepcionaré» gritado desde Ferraz el día 
que ganó las primeras elecciones…
Hasta aquí la opinión. Ahora la parte más interesante de este 
artículo, en la que os contaré una historia que muy pocos conocen 
(supongo que Zapatero tampoco) y que todo el mundo debería saber, para 
ser conscientes de hasta que punto las grandes decisiones económicas 
(como la que se va a tomar en nuestro país) se apoyan a veces en dogmas 
sin ningún fundamento ni sentido. Os presento la historia del amigo Guy 
Abeille y el origen del ratio déficit/PIB como criterio sagrado de la 
estabilidad presupuestaria.
La sorprendente historia de Guy Abeille
Como sabéis, uno de los criterios de convergencia del Tratado 
de Maastrich, y quizás el más cacareado, es el de que los estados 
miembros no deben sobrepasar un déficit del 3% en relación al PIB. Uno 
podría pensar que es un criterio económico elaborado por sesudos 
expertos y fundamentado en sólidas teorías económicas. Pues bien, nada 
más lejos de la realidad. Fue una invención oportunista, una operación 
de imagen sin ningún sentido económico para contener las ansias 
inversoras de los ministros del primer gobierno de Mitterrand en la 
Francia de 1981 y poder tranquilizar a la opinión pública sobre el 
aumento constante del déficit. Sin más, os dejo con la aleccionadora 
historia de Guy Abeille, revelada en La Tribune de 01/10/2010 (este es el enlace para los que puedan leer en francés), contada en primera persona por su protagonista y resumida por mí. Pásalo, porque en este criterio sin criterio puede apoyarse el despropósito que Zapatero y Rajoy están cocinando.
“Soy un antiguo funcionario del Ministerio de Economía, destinado
 entre octubre de 1977 y junio de 1982 a la Dirección de Presupuesto. Me
 encargué de seguir y analizar mes a mes la ejecución de los 
presupuestos generales y de proporcionar a lo largo de todo el año la 
previsión de su saldo, y, en consecuencia, del déficit. 
Esta información la comunicaba redactando una nota mensual revisada y 
firmada por mis superiores que llegaba al ministro 
y, finalmente, al Eliseo.
Al final del ejercicio recibíamos la orden, en función de la 
proximidad de las elecciones y del clima electoral, de jugar sobre 
determinadas partidas poco claras de la contabilidad para arreglar el 
resultado que terminaría siendo publicado, traspasando de un ejercicio a
 otro determinadas facturas o gastos que se habían 
vuelto milagrosamente migratorios. Era yo y sólo yo quién entre 
diciembre y febrero estaba encargado, haciendo gala de inventiva y 
sagacidad, de establecer la lista cifrada y manuscrita (no se imprimiría
 nada) de lo que fuera posible hacer para el arreglo. Todo sin otro 
apoyo que la aprobación oral dada por mis superiores.
La llegada del déficit
En 1973 llegó la crisis del petróleo que cuadruplicó los precios y
 trastornó la economía mundial. A partir de 1975, con el plan 
de reactivación de Chirac (un modelo keynesiano de libro) las finanzas 
públicas se ponen al rojo, un déficit del que ya nunca se saldrá. 
A continuación, en 1979, llega la segunda crisis del petróleo. El 
presidente Giscard d’Estaing tiene una fijación: no dejar que el déficit
 supere la linea de los 30 mil millones de francos. Los dos presupuestos
 antes de la llegada de la izquierda aguantan en ese nivel (31 mil 
millones en los años 79 y 80), mediante el arte de los manejos contables
 que después de tres años de práctica en la Dirección del Presupuesto ya
 dominaba bastante.
Llega 1981
Con la llegada de Mitterrand, la cifra del déficit se actualiza a
 55 mil millones de francos, cifra que el ministro del 
Presupuesto Laurent Fabius hace pública.
A finales de junio, urge preparar los presupuestos generales del 
año 1982, que serán los primero con la izquierda en el poder. Pero los 
nuevos ministros multiplican sus ruegos al Presidente para obtener más 
créditos para satisfacer sus necesidades. Entonces nos damos cuenta de 
que vamos a sobrepasar el límite de los 100 mil millones de francos, 
cifra que ni los más osados jamás se hubieran atrevido a murmurar.
Un encargo de última hora
En estas circunstancias recibimos una llamada del reciente número
 2 de la Dirección del Presupuesto, para convocarnos a una reunión a mí y
 a Roland de Villepin, jefe del despacho. Eramos considerados entre la 
fauna local como esa especie, rara en la Dirección, de los economistas 
manipuladores de cifras (somo de alguna forma ingenieros de la 
economía). Nos hacen saber que el Presidente ha pedido personal y 
urgentemente disponer de una regla simple y práctica, pero con la marca 
del experto y por lo tanto sin apelación, que pueda blandir ante los 
más coriáceos visitantes «presupuestívoros».
Es necesario actuar rápido. Villepin (primo 
de Dominique de Villepin) y yo, no tenemos ni idea de qué hacer y a 
decir verdad ninguna teoría económica nos puede orientar. Pero la 
petición viene de lo más alto. Ponemos pues al animal presupuestario 
sobre la mesa de disección. Miramos del lado de los gastos, de su 
volumen, su estructura, con deuda y sin ella, reagrupando por aquí y por
 allá. Podemos establecer diversos índices, pero ninguno contundente 
como arma arrojadiza. Damos la vuelta a la bestia del lado de los 
ingresos: miramos por el lado de los impuestos, pero estos fluctúan con 
la coyuntura, varios tienen un desfase de un año… Todo es confuso 
y difícil de argumentar, y nos han pedido algo para la ostentación 
pública. El camino de los ingresos no tiene salida. Sólo nos queda 
una vía: el déficit.
El déficit le suena a todo el mundo: tener déficit es estar mal 
de dinero; o, si se prefiere, tirar de cheques que habrá que pagar 
mañana. Además el déficit ha adquirido después de Keynes su título de 
nobleza económica: es una de las variables más visibles de los modelos 
económicos. Por si sólo, tiene la envergadura y la claridad para salir 
del paso. ¡El déficit! Pero, ¿que hacemos con él? ¿A qué compromiso hay 
que someterle para extraer una norma?
La cosa está clara: el salvavidas todo-terreno de los 
macro-economistas con falta de referencias es el PIB: todo empieza y 
acaba en el PIB. Todo lo que es un poco grande parece 
dirigirse razonablemente a él. Así pues, será el ratio del déficit sobre
 el PIB. Simple; elemental incluso. Con el déficit sobre el PIB, parece 
que enseguida vemos algo claro.
Un criterio dudoso
Llegados a este punto se impone un poco de 
reflexión. Comiéncese por notar que el déficit es un saldo, no una 
magnitud económica de primer orden, sino el resultado de una operación 
entre dos magnitudes. Este simple hecho, trivial, comporta 
dos observaciones. La primera es que un mismo déficit puede obtenerse 
por la diferencia entre dos cantidades de magnitud muy desigual: 20 mil 
millones son tanto la diferencia entre 50 y 70 mil millones como entre 
150 y 170 mil millones. Ahora bien, y esta es la segunda observación, no
 puede ser en absoluto indiferente a la economía el hecho de que la masa
 de gastos e ingresos públicos sea de una cierta amplitud (menos del 35%
 del PIB como en EEUU o Japón) o que lo sea de otra mucho más grande 
(más del 50% como en Francia o los países escandinavos); sin ni tan 
siquiera hablar del contenido de cada una de las masas: no es lo mismo 
un cierto volumen de ingresos con un IVA al 10% y un impuesto sobre la 
renta que llegue hasta el 80%, que con un IVA al 20% y un impuesto sobre
 la renta del 30% como máximo. O alinear un mismo volumen de gastos, 
pero con un 5% de subvenciones en inversión en un caso o del 20% en el 
otro. Por lo tanto, vemos que el valor del déficit por si mismo sólo 
tiene un sentido relativo.
La segunda observación afecta a la pertinencia del índice mismo: 
¿dividimos coliflores entre zanahorias? Un déficit no es más que una 
deuda: es la cifra exacta de lo que hace falta pedir prestado a otros, 
y, por lo tanto, de lo que habrá que ahorrar durante los próximos años 
para devolver ese préstamo. Dicho de otro modo, mostrar un déficit en 
relación al PIB, es relacionar el flujo particionado, escalonado, de los
 vencimientos a pagar en los años venideros con la única riqueza 
producida en el año de origen. Hay un desfase temporal. De donde se 
deduce que el único criterio pertinente es el de la capacidad 
de reembolso en un horizonte dado (que es el del préstamo), la cual está
 en función, no tanto del déficit consentido en un año dado, como de la 
deuda global acumulada (ese año, pero también los precedentes y quizás 
los venideros) y de la previsión que se puede hacer de los recursos 
futuros, es decir, de la pareja crecimiento/rendimiento fiscal. El resto
 no es más que imagen.
Ultima observación, más general: un déficit no tiene el mismo 
sentido económico según sea algo puramente puntual en una serie de años 
de equilibrio, el cual será reabsorvido en unos años por 
la reactivación misma de la economía que ese choque habrá provocado 
(keynesianismo puro), o según sea un jalón más de un largo período 
de déficits instalados de forma crónica en la marcha de la economía.
Se comprende entonces que fijarse en el déficit de un año dado no
 tiene sentido. Y que llevarlo al PIB de ese mismo año menos aún. El 
ratio déficit sobre el PIB puede como mucho servir de indicador. Sopesa 
una magnitud y proporciona una idea, inmediata, intuitiva, de la deriva,
 pero nada más. En ningún caso puede servir de brújula de una política 
económica. No mide nada: no es un criterio. Sólo tiene el valor de un 
análisis razonado de la capacidad de reembolso, es decir, de un análisis
 de la solvencia.
Sin embargo, la cuestión política, no económica, permanece: ¿cómo
 trasmutar el plomo de un análisis razonado de la solvencia en el oro 
aparente de una regla sonora, impactante, que pueda ser una llave 
maestra? Es la cuestión que a última hora de la tarde, en junio del 81, 
se nos plantea.
Fabricar una norma
Presionados fabricamos la idea del déficit sobre el PIB, una 
redonda y bonita quimera. Ese será el ratio. Queda ponerle una tasa. Es 
cuestión de segundos. Miramos cual es la previsión del PIB más reciente 
proyectada por el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios 
Económicos) para el 82. Por otro lado tenemos 100 mil millones de euros 
de déficit para nuestros presupuestos en preparación. Metemos 
calculadora: la relación entre los dos no está lejos de dar el 3%.
Efectivamente, el 3%. No tiene otro fundamento que el de 
las circunstancias, pero está bien. 1% sería poco, 2% inaceptablemente 
comprometido en estos momentos y con pinta de ser demasiado redondo, 
prefabricado. Mientras que el 3 es una cifra sólida. Y además, en camino
 de los 100 mil millones de francos de déficit, marca la última frontera
 que somos capaces de concebir.
Volvemos a la Dirección del Presupuesto con nuestro 3% del PIB, 
del cual estamos contentos sin llegar a estar orgullosos, y les decimos 
que en vista de la hora que es y palabra de economista, es lo más serio y
 fundado que tenemos en ese momento en la trastienda.
Como se dispara el 3%
Francia se hunde. Mitterrand rebaja el déficit real de 120 mil 
millones de francos hasta los 95 mil millones que son anunciados, menos 
que el umbral simbólico de los 100 (nuestro 3% del PIB). Es la primera 
vez en la historia que Laurent Fabius refiere el déficit al PIB, para 
volverlo más leve, ya que, al fin y al cabo, el 2,6% del PIB que cita a 
los periodistas no es más que un pellizquito de este.
En el eterno combate económico con Alemania, el Ministro de 
Economía, Jacques Delors, es el primero en hacer saber que el déficit no
 debe sobrepasar el 3% del PIB. Aquí nacen las nociones de 
«déficits aceptables» y de «cifras razonables». A partir de entonces, en
 las declaraciones de Fabius, Delors y del Primer Ministro Mauroy, el 3%
 del PIB es la luz que alumbra el camino. Se convierte en el martilleo 
de una «política controlada de las finanzas públicas». El proceso de 
aculturación está terminado: lo que es razonable, no es ver en el 
déficit un accidente, quizás necesario, pero que es necesario corregir; 
no, lo que se decreta como razonable es añadir cada año a la deuda 
solamente una centena de miles de millones de francos.
Extensión del alcance del ratio
Y un buen dia aparece el Tratado de Maastricht. Teniamos el 3% en
 la manga. ¡En Francia lo usamos, es una cifra de expertos! Así pues, 
pasa a Europa. Y de ahí se extiendería a todo el mundo. Sin ningún 
contenido, y fruto de las circustancias, de un cálculo por encargo a 
falta de algo mejor, un buen dia, ¡voilà el paradigma!
A veces, cuando oigo como un mantra repetir el 3% del PIB, me 
divierto con ese 3 que escogimos y me viene a la memoria el proverbio 
«numero deus impare gaudet»: Dios ama los números impares.”
Fuente No sin mi bici 
LA CONSTITUCIÓN ACTUAL PROHÍBE BASES MILITARES EXTRANJERAS EN TERRITORIO 
NACIONAL – Carlos Castro Riera
                      -
                    
"la Constitución vigente, en su artículo 5, establece que: “El Ecuador es 
un territorio de paz. No se permitirá el establecimiento de bases militares 
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Hace 3 horas
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